Cuando nació Simón fue la propia vida la que le inyectó una densa sobredosis de fantasía para que le fuera más soportable lo que el destino planeó para él: un físico especialmente infrecuente. Su minúsculo rostro contenía todos los inimaginables surcos que se puedan trazar en el espacio para ligar estrellas e inventar constelaciones y sus ojos, hundidos, se sumergían en Simón para beber de sus quimeras.
Ya desde niño el arraigo a su gorra era extremo, se la ponía como quien envaina una espada por prudencia, para evitar más el propio mal que el ajeno. Y cuando algún compañero de colegio se acercaba a la sitiada infancia de Simón, únicamente para preguntarle qué le había ocurrido en el rostro, él siempre frecuentaba el mismo teorema que revelaba la incógnita fisonómica: “Es que me río mucho y duermo poco”. De este modo justificaba la existencia de sus arrugas, aludiendo a la risa, y con el insomnio daba razón de ser a su ojerosa mirada, sepultada minuciosamente entre pliegues. Así era como mediante el trasbordo de esta tesis iba esparciendo, en la memoria de cada niño que le inquiría, su costumbre de reír mucho y dormir poco. Y así conseguía Simón, de vez en cuando, dirigir su solitaria barca hasta alguna isla para que sus días de niñez no naufragaran en la indiferencia. Pero, aunque la piadosa imaginación del niño le había regalado esta frase para divulgarla por doquier, lo cierto es que la rutina de Simón era todo lo contrario: dormía mucho y reía poco.
Simón crecía taciturno, deslizando cada día más hacia sus ojos la sombra de la imprescindible gorra gris, como si fuera bajando lentamente un párpado de fieltro entornado a la doliente realidad, aislado del esparcimiento, la espontaneidad y las travesuras propias de infancia,… Pero todavía esperaba que alguien más le preguntara qué le había ocurrido en el rostro y, de este modo, entablar la breve conversación, eso sí, sin mirarse en los ojos de su interlocutor. Cuando eso ocurría, cuando algún descarrilado niño se acercaba a Simón, éste, al tiempo que proyectaba la intimidad de sus arrugas contra el suelo, tropezaba con su reposada lengua, aletargada bajo su paladar. Era entonces cuando, entre los tímidos estorbos del frío motor que frenaba su habla, lograba Simón arrancar finalmente con la clonada frase de “es que me río mucho y duermo poco”. A Simón le hubiera gustado contener en sus labios una imprenta vocal que se activara con el acercamiento para no tener que balbucear la frase y dedicarse tan sólo a disfrutar de la cercanía de otro niño que, de algún modo, se interesaba por él aunque fuera por la irónica curiosidad.
Pero Simón jamás olvidó aquel día en el que una figura menuda invadió su cerco de fantasías aproximándose demasiado al pálpito de su corazón. Simón dirigió la mirada a la deriva del aire que exhalaba su boca y que le caía hacía las rodillas al tiempo que una voz suave y temprana, como el terciopelo que abriga el frescor de la almendra verde, le hizo una pregunta inesperada: “¿Qué te pasa?”. Entonces una voz lejana voló para posarse en aquel instante y Simón pudo contestar sin balbuceo: “¿Te refieres en la cara?”. Un leve y cálido “No” impresionó al niño, estremecido ya con esta cercanía, tan distinta a las demás, que no tuvo más remedio que buscar la procedencia de aquel susurro en la boca que lo mimaba. Al izar la vista allí estaba ella, el amor, el latido, la respuesta, …todo. Una niña frágil y cristalina que volvía preciosa la luz que tragaba al respirar aunque Simón ya respiraba por los dos. El niño sabía que era su turno, que debía contestar lo antes posible o de lo contrario se condenaría a la invisibilidad eterna mientras el amor o la verdad irían dilatando el espectro de Simón desde una nube para que muriera sin haber probado el misterioso don de vivir. Y Simón, al que la emoción conmocionaba, no pudo más que pronunciar la única frase que llevaba encima: “Es que me río mucho y duermo poco”. Clara siguió abarcando el nativo brillo de Simón y le respondió: “Entonces tienes que conocer a mi abuela, tiene el mismo problema”. Simón se angustió pues pensó inmediatamente en las arrugas de la abuela de Clara, empezó a imaginar el rostro de la señora para hacer la comparativa e intentar predecir quién de los dos tendría más pliegues en… hasta que nuevamente la voz de Clara lo salvó de sus inclinaciones. “Escucha, si quieres te la presento… tiene muchas amigas ¿sabes?”. Simón pudo esbozar un lacónico “Vale” y Clara le ofrendó su sonrisa o lo que a Simón le pareció un ojal ribeteado de pétalos helados que guardó en el interior de sus tejidos más profundos para poder abrochar en él su corazón.
Pero no fue necesario embalsamar aquella sonrisa de Clara para llevársela consigo a la eternidad pues la niña esparcía sobre Simón miles de ellas cada día, y cuando esto ocurría el niño fantaseaba imaginando el roce en sus mejillas de pequeños pétalos sueltos que el viento traía para que se fueran acumulando en su rostro y fueran formando las dobleces de su aspecto convirtiéndolo en una rosa de piel, en una rosa clara.
Clara consiguió hacer reír a Simón quién ahora sí reía mucho pero siguió durmiendo mejor. Simón sentía como se resquebrajaba su coraza de apelmazadas fantasías cuya misión era proteger al intacto núcleo del niño para que no feneciera a la intemperie. Y a través de esa brecha Clara se iba hospedando allí donde habitaban sus pensamientos más íntimos. Hasta que un día, sin venir al caso, le dijo: “Simón, hay niños que jugarían contigo pero no lo hacen porque siempre estás apartado y triste. Si deseas algo tienes que perseguirlo. Vete con ellos”. Y cuando Simón comenzó a forjar sus pasos para integrarse en un reducido grupo de compañeros no pudo evitar detenerse para buscar la aprobación de Clara. Se giró trazando con su visera un arco sencillo pero ella no estaba allí. La inseguridad calaba sus músculos y articulaciones para paralizarlo sin consumir el camino pero el niño ya tenía a Clara alojada en su interior, su corazón ya estaba abrochado a la sonrisa de Clara y la fuerza de aquel vínculo le llevó hasta el aliento de sus compañeros.
Nunca más volvió a ver a Clara, y sufrió mucho por ello, pero una mañana lluviosa de domingo, siendo ya un adulto y compartiendo con su madre las viejas fotografías familiares, apareció una de ellas que a Simón le llamó especialmente la atención pues enmarcaba la imagen de una mujer joven con una rosa blanca en el ojal de la solapa. Simón le preguntó a su madre quién era esa chica y Marta le contestó que era su bisabuela Clara.
Imagen perteneciente a la obra del pintor subrrealista Vladimir Kush (http://www.vladimirkush.com/)
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