Todo comenzó cuando el fruto del ciruelo reclama su muerte para intuir la tierra… y eso mismo le estaba ocurriendo a Helen Midle pues presentía el ciclo. Y la vi. Yo era el derrame de una ciruela encendida.
Le bruñía la piel con la fiebre y su aliento olía a ecuación de saliva y vapor de caracola. Hundió la pulpa en la boca y refregó el friso meloso en ella. Así es como la fruta parió al paladar de Helen. Desde aquel instante ansió repetirse. Se acordó entonces del día en que su padre le reveló que el agua de la fuente de Sant Pau en realidad siempre era la misma, que una y otra vez lamía idéntico contorno para enseñar su única lengua…
A partir de ese momento no entendió su existencia como algo distinto a un inevitable y fraudulento circuito cerrado. El cauce de la inmortalidad como tal era para ella una entelequia destructiva e incluso aberrante. Es decir, no compartía la idea de que el ser pudiera eternizarse de manera lineal sin liquidar etapas. Por ello Helen planeó alguna irregularidad en la espiral que le permitiera clonar su propio ciclo una y otra vez. Pero no con el hartazgo sostenido de aquella fuente sino de alguna manera que contuviera la trazada invasiva de lo imperecedero…
Apuntalando sus brotes capilares a toda su estructura se alzó; inyectó más vacío a la atmósfera y, esquivando los despojos de aquellas cárdenas medusas disfrazadas con la piel de las ciruelas, se marchó hasta la casa. Una vez allí hizo posar, sobre su ceñida mesa circular, a un leño, a un hueso y a una concha pródiga. No podía perder más tiempo ya que sus ojos habían convenido con el párpado ser tozudas lúnulas de brillo negro. Al domar las nalgas a la silla, pues era una mujer dividida que aspiraba a seguir tricotando cielos, sintió quemazón genital, pero nunca aplacaba el picor… revivía el pellizco que la madre reventaba en el hombro cuando la niña Helen encontraba su sexo escocido y la doble perforación del desencuentro allí continuaba. Por todo ello le abrasaba cuando sentía ansia. Y el recurso que escondía Helen para no conferirle la mano al pubis era presentir preludio de picazón en el escote y dejar caer allí las uñas por si acaso, razón por la que tenía el escote como una reyerta de patas urticantes.
Respecto al leño, el hueso y la concha pródiga… es que siempre las tenía a mano,… desde que jugó por vez primera con Lui, su hermano. Había decidido sepultarse el día de su muerte con las tres odas a la levedad, de modo que en las venideras etapas de sopor tendría que embeberlas en el puño…¡qué más daba si el sudor competía con el picor! Lo importante era mantener su voluntad al margen…
Fue fácil no solo planificar sino ejecutar aquel proyecto clonador del ciclo de Helen: si el fin consistía en reiterar su verdadera existencia, el medio para lograrlo vino de la mano de su medicación pues durmiendo abundantemente lograría soñarse a sí misma infinitamente.
En su estado inaugural las visiones de Helen eran de una introspectiva delirante: unos dedos cubistas se erizan sobre un pomo verde como las púas de un rastrillo. Entonces irrumpe una servil portera con el rostro de Helen y, con un hombro perforado por un gran anzuelo untado en pelo cenizo, abre la puerta. Aparece otra Helen que atraviesa el recibidor al tiempo que saluda a la guardesa e indómitamente tropieza con el ojo del vecino, un señor idéntico a Helen que viste de traje. La Helen víctima del obstáculo ocular seduce al ojo comenzando a inflamar los labios con un guiño de boca pues sabe lo que le gusta al caballero. Mientras el beso de aquella Helen acaba siendo un pezón de aire, otra Helen, la esposa del vecino, llora y desgaja la carne de su esternón. En otro sueño, pongo por caso, las entrampadas gradas de un campo de fútbol detonan al unísono millones de voces idénticas que rebuznan la misma frase una y otra vez: orine en el tarro, Helen. Todos los asientos son ocupados por miles de clones de Helen mientras en el centro del campo, entre la hierba, hay otra Helen en cuclillas intentando, con el pantalón replegado en sus tobillos, atinar su orín en un recipiente traslúcido…
Progresivamente, la ensoñación de Helen le otorgó el gozo de poder vegetar con rostros anónimos pero la totalidad de personajes que protagonizaron sus delirios siguen siendo ella.
Entre ambos mundos, el de la realidad y el de los sueños, la paradoja consuma su obra: nuestra Helen-consciente siempre ha actuado según la voluntad de su entorno. Unos la desearon lasciva y lo fue. Otros la aceptaron anárquica y el desorden se llamó Helen. Algunos le impusieron pasión por Tchaikovsky y la tuvo. Un amante la proclamó sumisa y, trémula, rendía nalgas. Una amiga la declaró experta y tejió como nunca… Insondables y adulteradas connotaciones, algunas íntimamente contradictorias, se regocijaron en una sola carne. Paralelamente, nuestra Helen-sumergida aspira a ser ella misma en infinitas y variopintas carnes, invadiendo a todo cuerpo que el ansia de la reafirmación le conceda devorar.
Acompañaré a Helen en todos sus fractales,… ya me he ungido de ella… con el parto de la ciruela.
(Imagen cedida por José Valdés Ortiga)
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