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lunes, 14 de marzo de 2011

Elegía de Astado y Galgo



  
   Ceniza y sangre eructaba la carne del astado. Era una bestia roída al que su lomo y estertores los apostaba el amo, entre festivaleros encierros y cínicas praderas, pues el verdor de éstas era el sudor que el bronce desdeña al oxidarse. Rendido y derrotado de tanta reyerta, su querencia era ya loca y depravada: adicto a la herida y a su herrumbre, codiciaba cada fosa abierta en su espalda en virtud de la corrida como un luto, una pena adoradora de la muerte producida en su manada.

   Pronto reventó el dispensario de prados con el que lo extorsionaban, con el que lo corrompían.

   Solo, con empuje lacónico y furioso, consigue bramar la tormenta y lidiar al rayo vengativo. Incendiarias latitudes y aviesas heladas devienen en virtud de su cornada. No se rinde a la siembra y su confusa adicción a fecundar con polen y metano… pero sus pústulas le rabian, el caudal de la punzada humea contra el sol y la colina, sangra y se desangra, lame y se relame para iniciar un nuevo desangrado.

   Hasta que derrumba la titánica alzada para hundir su latido en el licuado.

   Allá, a lo lejos, una estructura famélica y usada se acerca al venado como una maqueta de viento y estiércol. Es un galgo.

   El can se va acercando al astado…

   El amo del espectro vagabundo, un despiadado cazador, hizo del fiel galgo una astilla de crisol y madrugada a base de enseñarle el pan y negarle el alimento, a fuerza de aporrear su fragua apuñalante contra pellejo, humildad y huesos.
  
   El venado ya era un derrame de tierra y el galgo estaba sediento.

   Cuando ambos se encontraron el perro quiso beber y el toro le ofreció la oscura lava de su cuerpo. Pero la escuálida mandíbula del galgo, como un mecano de arena apelmazada, se quebró con un bostezo sobre el charco granate y granizado. Y cual gris harina polvorienta, espesó los restos del astado.

   Y donde crezca
   el liquen ceniciento
   allí estaremos,
   pues tu eras el toro
   y yo el perro.











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martes, 1 de marzo de 2011

La violonchelista voraz







Un esternón estepario aguarda fatuo. El busto de la violonchelista voraz vomitó dos brazos que a su vez insuflaron tejido celular para rellenar sendas palmas. Las cavidades salivadas de los dedos eran válvulas, retuvieron el secreto de la energía hidráulica a su vez que eólica. Con esta mezcla de aire y de agua buscan aquellos dígitos la lateralidad de la cuerda, y es entonces cuando el perfil aúlla invisiblemente para aparearse: la resonancia cavernaria inflama a este instrumento como devora al seno su glándula.

Mientras tanto, en un tórrido glaciar trasnocha un lobo endémico, se arrastra hasta aquel blasón de rocalla adaptando su alarido a la externa membrana lunar que a su vez es báculo del imperio del crepúsculo. Por tanto el arco es al instrumento lo que el satélite al gemido de aquel sombrío salvaje.

Ella, la violonchelista voraz, intuye que la crin que hierve la cuerda de su elemento desciende de la blanca madeja nocturna. Lo sabe desde aquel día que emergió hacia las tinieblas del bosque para plañir allí la frecuencia, en aquel páramo, hacia el laberinto de tronco y rapaces ondas oscuras. Aquella noche decidió vagarla con su chelo ahorcado entre las nalgas y desde aquel simbiótico concierto habita el bosque desbocadamente.

Cada orto es un embrión que se quiebra para escucharla, siendo la voz que ahora suplanta a su humano timbre la de aquel enigmático escudo que encaja en su carne como un grabado de músculo y madera. Ora estremece yemas con la helada, ora el aire sonámbulo la yerra… ya no intenta llorar de otra forma.


Un lobo terco y antiguo solía reclamar el trance orbitando la fuga de la violonchelista voraz. Ella vertía en su bosque… ignoraba la homínida esencia de su objeto de culto…pero descubrió el gen de la hilada, en un dolmen de luna. Desde entonces su gemido se punza con la cuerda… ya no intenta aullar de otra forma.














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