“Cuando murió no consistieron que le cerrásemos los ojos.”
Estas palabras desbordaron la inflexible idea que de la muerte se puede tener en la infancia. Una niña desconoce impunemente que tenga que haber una carga de la dignidad en el rictus morti. Tal vez este mensaje surgiera de un puntal ideológico-cristiano o tal vez no. Pero lo cierto es que el hecho de que la negación a cerrarle los ojos a un muerto se convirtiera en un puñal póstumo, en algo mezquino y arrojadizo no sólo contra un cuerpo ya sin vida sino que el "no consentir" se esgrimiera como venganza versus desesperanza (la de unos compañeros privados de libertad y de muchas más cosas) era lo que más desolación me producía.
Esta frase la solía repetir mi abuelo José en tertulias familiares de las que a penas recuerdo el contexto. Pero cuando pronunciaba ese “no consintieron que le cerrásemos los ojos” un peso atroz y desconocido me amputaba absolutamente.
Un día no como éste, hace ya 70 años, mi abuelo, al igual que otros compañeros de celda, acompañaron a Miguel Hernández en sus últimos días de agonía, en la cárcel de Alicante. Él, mi abuelo, sólo lo llamaba Miguel, el poeta.
Os dejo un poema que le dediqué a tenor de su "Me llamo barro".
Las trincheras depravan el barro.
Cada cúmulo de fardos
es racimo necrosado
que el hombre impone al fango.
Al llover en las trincheras
se derrite el desangrado
y miles de regueros granates, granizados,
por la terquedad de la piedra
unida al licuado,
se funden para recomponer
un solo estado.
Es allí donde un hombre
retoza en el tránsito,
el de la vida y la muerte,
el del sudor o la suerte
de no ser alcanzado.
-¡Mata, mata Miguel a ese soldado!,
¡no es un hombre de carne,
es un muñón de trapo!.
Pero Miguel empuña el arma
como afloja a la hierba el cayado
y sus dedos pastorean
la luz de otro letargo.
Hasta que vuelve de nuevo a la zanja
y marchita rodillas en charco
para libarle los ojos al trapo…
Le llamaron Miguel,
Ya nació de estiércol
pájaro,
La metralla hilvanada en el pico,
En el monte tricotando,
Con la furia del patrón mordisco
Y la pena del roer vasallo,
Al relámpago iba cosiendo el nicho
porque el lecho lo dejó robado.
Consiguió que volara el sepulcro
Para el regreso a sus horas de prado.
Le expropiaron la fragua a la boca
Y la voz fue rumor de cadalso
Pero nació siendo Miguel
Para morir llamándose barro.
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